martes, 31 de marzo de 2020

La destrucción de la sociedad

Tarde o temprano nos llegará a todos, en estos días terribles, la situación de conocer o tener cerca un caso de una persona de entre la lista de anónimos que están muriendo. Son personas que mueren en los hospitales, acompañados de un personal sanitario que hace todo lo que puede, en términos médicos y emocionales, alejados de sus familias, que no pueden verles ni despedirse en ese último momento, y que lo tienen imposible para enterrar a sus muertos como Dios manda. Son familiares que esperan la noticia encerrados en sus casas, sin poder ir corriendo en ese último momento al hospital a ver a su ser querido en el final de su vida. Son personas y familias religiosas a las que se les hurta una última ceremonia fúnebre. Pienso que todo esto nos conduce a la destrucción de la sociedad.

En España, como en otros países, se ha prohibido acompañar y visitar a los enfermos en los hospitales, se han prohibido los funerales, y los entierros o actos fúnebres solo pueden hacerse con tres personas presentes y alejadas entre sí. Todo por motivos sanitarios legítimos, sin duda. Pero la principal reflexión que yo hago es que estamos ante la parte más dramática de un proceso de destrucción de las relaciones sociales. La sociedad se hace mediante la interacción, se hace mediante rituales y convenciones sociales. Unas entre las más potentes, ineludibles y, diría yo, imperdonables, es acompañar a los enfermos y despedir dignamente a los muertos. Pues bien, todo esto se acaba con las medidas actuales.

Se puede pensar que es algo temporal, que la normalidad de la sociedad volverá pronto, pero estamos hablando de miles de personas que han fallecido a lo largo del último mes, y los que quedarán en los próximos, que se habrán ido sin que sus familiares tuvieran derecho a esas interacciones necesarias para expresar el dolor, el cariño, el sufrimiento, el alivio... y todas aquellas emociones socialmente construidas que las convenciones sociales han cristalizado como formas básicas de la interacción en nuestra sociedad. Dignificar la vida, a través de los rituales de la muerte, es esencial para nuestra propia supervivencia. Sin ello, entramos en un camino imparable hacia el despeñadero y la destrucción de la sociedad.

Sin embargo, es mi intención en estas notas del blog no acabar con un mensaje únicamente negativo. Saldremos de esta y, al igual que en la anterior nota sobre la escuela, la salida ha de ser dignificar muchísimo más las instituciones de nuestra sociedad. Habrá que volver a valorar la importancia que tienen los rituales de la vida y las interacciones sociales más básicas, con mucho más vigor y humanidad y, no olvidando jamás los tiempos oscuros en los que nos estamos sumiendo, poner por delante todo aquello que realmente hace sociedad.

domingo, 29 de marzo de 2020

La escuela: la institución

Hace unos años el sociólogo francés François Dubet publicó un libro traducido en español como "El declive de la institución" que tuve ocasión de reseñar en la REIS hace ya 17 años (¡Madre mía!). Ahí Dubet planteaba el declive de la consideración social en las sociedades contemporáneas de las profesiones dedicadas a instituir, es decir, a enseñar y a cuidar, como son los médicos, enfermeras y maestros. Venía a decirnos que, aunque estas profesiones habían sido claves en la constitución de las sociedades modernas, en las últimas décadas habían entrado en crisis y habían comenzado a verse fuertemente cuestionadas por la sociedad. En principio, en términos profesionales y salariales, con una pérdida de consideración, estatus y retribución acorde con su responsabilidad. Pero además, el declive de la institución venía por parte de la sociedad en sí misma, tan reflexiva ella (nótese el sarcasmo, hablaremos de ello en los próximos días...), que les había perdido el respeto y cuestionaba directamente su utilidad en la sociedad. ¡Cuántas veces se ha oido criticar a los maestros y sus tres (sic.) meses de vacaciones! ¡Cuántas veces se culpa a los médicos de fatalidades de la vida, que no saben hacer su trabajo o son directamente negligentes! Pues bien, era muy interesante cómo Dubet mostraba la dureza de estas profesiones, cómo se vivía la crítica desde dentro, pero a su vez daba por hecho un marco mental que hoy se ha venido abajo.

Hoy los médicos y profesionales sanitarios son los héroes de la sociedad. Ya veremos si eso lo acaban notando en sus salarios, pero esto es otra historia para cuando acabe esta pesadilla. Hoy, en realidad, quería centrarme en los que, en la etimología de la palabra, se dedican a instituir: los maestros. En francés para hablar de los maestros se usa, de hecho, la palabra instituteur-institutrice, términos -sobre todo el de institutriz- que están también en nuestro diccionario.

Se dice que estos días, al confinarnos en casa y cerrar las escuelas, nos hemos convertido en los maestros de nuestros hijos. Pero esto no es cierto, porque es imposible: nos falta lo más importante, que es la institución. No podemos ser maestros sin escuela. Esto no consiste en hacer deberes y tener una interacción virtual con los maestros, que, por otra parte, están también haciendo un esfuerzo titánico desde sus casas para mantener la chispa de la institución. Pero todo esto nos hace descubrir la inmensidad de su profesión de educadores, de institutores, de formadores de personas para la sociedad. Y a esto se añade la importancia de la institución de la escuela en sí, como lugar de socialización, de encuentro intergeneracional e intrageneracional, de relación con los iguales, en definitiva, como templo del saber, de la formación y de la construcción de la participación en la sociedad. De la ciudadanía, para ser rimbombantes, aunque en estos tiempos no toca serlo.

Y esto me produce, en fin, muchísima tristeza. ¿Qué va a ser de estos millones de niños que habrán perdido meses de escuela, de institución? Se habla de que los que menos tienen son los que se verán, sin duda, más afectados, y es del todo cierto. Algunos podemos transmitir saberes a nuestros hijos que otros, o no tienen, o no tienen tiempo o manera de hacerlo efectivamente. Pero afectará a todos. ¿Qué va a ser de esta generación que, durante un período importante de su infancia, no habrá podido ir a la escuela?

Saldremos de esta -eso dicen, aunque no todos, eso ya está claro-, y cuando salgamos la sociología tiene que servir para algo más que para decir cosas como las que hemos oído y leído en las últimas décadas, que si la "modernidad reflexiva", que si el "declive de la institución". Todo esto se ha acabado: si no salimos afirmando categóricamente que la escuela es la institución entre las instituciones, no valdrá la pena vivir en la sociedad que tengamos que refundar en el futuro más próximo.

sábado, 28 de marzo de 2020

Con el coronavirus, vuelta a los cuadernos de bitácora

Los cuadernos de bitácora virtuales o, en lenguaje más modernillo, los blogs (palabra que ya incluyó la Real Académica en su diccionario) han vuelto con la crisis del coronavirus. Tuvieron su momento de auge a principios de los 2000 (yo mismo abrí este espacio por aquellas fechas, aunque solo queden archivos desde 2008) pero fueron relegados años después por el auge de Facebook (podías escribir, aunque más breve y añadiendo una foto, que quedaba muy cuqui) y posteriormente de las barras de bar de borrachos que son las "redes sociales" actuales: Twitter, o "a ver quién la suelta más fuerte en el menor número de palabras posible", o Instagram (aquí ya me pilla la barrera generacional: admito que no entiendo para qué sirve ni qué aporta esa "red social"). Salvo de la quema a Youtube, que junto con el auge de personas que van por el mundo hablándoles solos a una cámara (¿cuántas veces se habrán chocado con farolas por no ir mirando donde uno debería mirar?), incluye documentos gráficos e históricos de enorme valía, desde el entretenimiento más puro hasta excelentes documentos históricos (por ejemplo, las imágenes del juicio sumarísimo a Ceaucescu, el asesinato de Lumumba y el ascenso al poder de Mobutu, por no citar más que dos casos que me vienen a la cabeza).

Bueno, pues sí, he visto en estas ya más o menos entre dos y tres semanas que llevamos confinados en España y buena parte del mundo que están volviendo los blogs. La explicación rápida debe ser que ahora ya no tenemos tanta prisa, tenemos tiempo por delante para pensar y más de uno he razonado que qué mejor terapia, o simplemente actividad, que volcar estos pensamientos y reflexiones en ese viejo instrumento, que nunca murió, que son los blogs. Pero yo creo que el regreso al blog (y también a Facebook, a quien le auguro una segunda juventud con el coronavirus) pasa por algo más, en los tiempos tan rápidos que vivimos. Lo cuento a partir de una observación personal: yo empecé estos días intentando obtener información por Twitter. A mí Twitter me genera una doble reacción: me parece interesante como medio de información rápida y me produce gran rechazo la "barra de borrachos" siempre dispuestos a opinar de cualquier cosa. A veces me puede más una cosa y lo sigo, y otras me surge el desprecio y lo dejo de consultar, incluso durante meses. Pues bien, como decía, seguí mucho Twitter, a primeros de marzo, ante la creciente preocupación por el coronavirus. Incluso me activé participando y escribiendo mis comentarios. Pero de unos días a ahora, sinceramente, ya no puedo más. Es un ciclo, lo sé, pero como muchos otros redescubro la necesidad de escribir algo más y aquí está el blog.

En los próximos días quiero publicar reflexiones sobre diversidad de temas. Como entre otras cosas me he convertido en maestro de mis hijos, quiero escribir sobre la importancia de la escuela como institución, ahora que la echamos tanto de menos. Paradojas de la vida, un terreno, la "sociología de la educación" del que no tengo especiales conocimientos, ahora atrae toda mi atención. Pero espero no quedarme aquí: quiero escribir sobre emociones, sobre miedo, soledad, comunicación virtual. Ya veremos qué sale.