Hace unos años que me inserté en el mundillo de la llamada "sociología de las emociones". Para cualquiera puede ser otro subcampo de los muchos que florecen en la sociología, pero para mí siempre tuvo gran interés como parte de la observación de la interacción social. Todo empezó observando las colas en las oficinas de extranjeros, mirando las caras, escuchando las expresiones de aquellas personas que esperaban para recoger sus documentos y permisos de residencia. Seguí interesado en las emociones cuando observé la interacción con los funcionarios en las oficinas de la Seguridad Social, observando de nuevo las miradas, los gestos, escuchando las palabras de las personas que acudían a las oficinas a reclamar su pensión, una baja temporal o cualquier otra prestación social. Todo ello era un entorno de emociones organizadas y organización de las emociones, parafraseando un excelente libro que se publicó hace ahora una década. Se trataba de emociones (la angustia, la humillación, la vergüenza, el alivio...) que tenían que ver con la relación desigual entre el ciudadano o aspirante a ciudadano y la burocracia, las instituciones del Estado, que "dan", "conceden" o, a lo sumo "reconocen" bienes, derechos o prestaciones.
Luego di un salto tremendo al pasar a estudiar las emociones como discurso social. Salí del ámbito de lo que uno experimenta en la interacción y pasamos al entorno del "deber ser". El discurso sobre la felicidad, en la sociedad que se desvanece con la hecatombe actual, se había consolidado como una de esas supercherías baratas para que la gente olvidara las desigualdades e injusticias sociales, las humillaciones cotidianas, la falta de humanidad de una sociedad camino del despeñadero. Estudiamos la "industria de la felicidad", en el marco de la mercantilización de las emociones, idea que planteó hace muchos años la propia Arlie Hochschild, y descubrimos la potenciación radical del individuo que puede comprar la felicidad (obviamente, aquél con dinero para hacerlo, pues las recetas para la felicidad son bastante costosas) y un utilitarismo exacerbado, donde las relaciones sociales solo tienen valor en cuanto que aportan al individuo felicidad, nunca por sí mismas. Una filosofía de vida radicalmente utilitarista e individualista, la verdad, bastante despreciable, pero que había ido haciéndose un hueco importante en nuestra sociedad hasta la actualidad.
Ahora que nos encontramos encerrados en casa, hablar de felicidad en estos términos, pensando en la importancia de hacer sociedad cuando buena parte de nuestras relaciones sociales están en suspenso, resulta un tanto limitado. Lo es, sobre todo, si no tenemos en cuenta todo el conjunto de emociones que puede estar habiendo detrás de las experiencias de todos y cada uno de nosotros en el encierro en nuestras casas. ¿Se puede seguir siendo feliz en esta situación de confinamiento? Por supuesto, pero esto ya no es una cuestión de discurso, es una realidad que hay que observar a partir de la experiencia: la felicidad no se produce aisladamente de emociones socialmente construidas como el sufrimiento, la angustia, el dolor, el duelo, y también, claro está, la alegría, el cariño, el amor (tenemos la suerte en español de añadir este magnífico matiz entre cariño y amor del que carecen los anglosajones)... y también la propia felicidad. De algún modo, el confinamiento me lleva a otro salto en mi interés por las emociones: no es épocas de discursos y productos enlatados, es hora de observar las emociones en el momento en que se producen.
El ejercicio no es sencillo: una persona pasa durante unas pocas horas por fases diversas en términos de sentimientos: angustia por no llegar a realizar todas las actividades en el trabajo en casa, pena y dolor por seres queridos que están sufriendo, duelo por conocidos que se han ido, más angustia por el futuro, no muy lejano, sino muy próximo (mañana, dentro de dos días...), alegrías que aportan los hijos, amigos, vecinos o familiares en diversos momentos del día, alivio por sentirse sano y acompañado, cariño y amor de las personas más queridas, felicidad por sentir una vida plena... Todo ello se entremezcla. En ocasiones pueden más unas emociones que otras. La angustia del que ha perdido sus recursos será probablemente más recurrente que la de quien tiene una vida más acomodada, el cariño puede tener un efecto profiláctico ante situaciones de dolor, sufrimiento o duelo... Es importante observar todo esto a nuestro alrededor, y hacer algo por ello. La sociología tiene los instrumentos adecuados: hablar, comunicar, preguntar, narrar, observar... en nuestro entorno más cercano, en nuestra red social, entre nuestros estudiantes, compañeros, y más allá. Tenemos técnicas como el grupo de discusión que hoy se puede hacer online en un contexto, no solo que lo potencia, sino que lo deja como única alternativa de reunión. Pero no solo: notas personales y diarios del confinamiento serán fuentes imprescindibles de información para narrar este momento de la historia y para empezar a definir qué sociedad construiremos en el futuro, esperemos que con menos discursos sobre las emociones y con más conciencia de su lugar fundamental en la interacción social y en lo que supone hacer sociedad.
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