Vivo con un diagnóstico de Parkinson desde hace unos dos años y medio. Los síntomas se me revelaron hace ahora cinco años cuando, en medio de las horribles restricciones a la libertad en la época de la pandemia, después de largos días trabajando delante del ordenador (aquel año impartíamos las clases en remoto a través de la pantalla y además estaba dedicado intensamente a la preparación de un congreso europeo, también en remoto), empezó a dolerme el brazo derecho con una fuerte contractura por encima del hombro. Parecía algo postural, por culpa de las largas horas sentado delante del ordenador. Luego continuó con un episodio en que, una mañana, me desperté con una terrible sensación de parálisis en la cara que se trasladó a un persistente dolor de cabeza que arrastro hasta hoy y que, felizmente, por fin parece que me lo están tratando con eficacia. No es momento ahora de lamentarse del infame periplo médico que me hizo pasar una ya fallecida médica de cabecera que, hasta ese momento, me había tratado con muy buena atención pero que se empeñó en que lo que me sucedía era fruto del estrés. Estrés tenía, por supuesto, pero sin duda había algo más detrás.
El periplo de alrededor de dos años y medio de dolor sin diagnóstico fue sin duda el tiempo más duro. Que tu cuerpo vaya fallando poco a poco (cada día te duele la cabeza sin remedio, un día tienes una extraña sensación de que el brazo se te queda paralizado cuando vas conduciendo el coche, otro día, meses después, el dolor pasa la pierna y a la punta de los dedos del pie, un día te das cuenta de que el brazo derecho no oscila cuando caminas…), sin respuesta, es una vivencia tremenda de incertidumbre. Un día, felizmente, una joven doctora sustituta por fin me envió a una consulta de neurología, donde pronto le dieron un nombre a lo que me pasaba, o a parte de lo que me pasaba. Curiosamente, la ciencia, que es básicamente un campo de poder donde se atribuyen etiquetas a diversos procesos, tiene desvinculado el diagnóstico de Parkinson del dolor de cabeza, a pesar de las múltiples evidencias (estas sí, evidencias) de que muchos pacientes sufrimos dolor de cabeza vinculado con la enfermedad. Lo que pasa es que no debe haber mucho interés en desarrollar fármacos sobre este tema, lo cual, como todos sabemos, es el motor principal de la investigación médica.
Pero bueno, vivir con Parkinson es toda una experiencia que, si te ha tocado vivirla, te impone importantes desafíos en tu vida. Sigo trabajando en la universidad. Estar en clase transmitiendo un mensaje y hablando en público demuestra ser una actividad que genera dopamina, y por tanto salud dentro de la enfermedad. Tengo un respeto enorme por los estudiantes a los que trato en la universidad, y encuentro que ellos me lo tienen a mí. Mientras esta combinación siga funcionando, intentaré seguir al pie del cañón. Pongo todo mi esfuerzo en ello.
Tras el diagnóstico es normal pasar por fases difíciles, aunque para mí las más difíciles fueron, como digo, las previas a ponerle un nombre a mi situación. A partir de ahí todo es luchar, seguir adelante, poner prioridades vitales, personales y también laborales. La vida cambia, la rutina pasa a incluir una serie de medicamentos que hay que tomar siempre, situaciones de ensayo y error, pero también se incluyen nuevos desafíos, darte cuenta de que lo que mejor te va es estar activo en todas las dimensiones de la vida. Tomás conciencia, por narices, de tu cuerpo, de sus capacidades y limitaciones. Valoras mucho más las cosas buenas que tiene la vida en este planeta… Seguimos.